"El otoño recién estrenado nos arrebata para siempre, tras una lucha desigual, a un ser al que tanto quisimos y tanto nos quiso, y nos deja sumidos en una tremenda orfandad.
Era la primera voz que escuchaba cada día, y la que me daba las buenas noches al acabar la jornada, con palabras siempre envueltas en cariño.
Fue una mujer trabajadora, siempre preocupada de su familia. En los duros años de la posguerra sacó adelante, junto con su querido esposo, a cuatro hijos, además de ayudar a aquel en el puesto de la plaza que regentaba. Todo, a base de esfuerzo y sacrificio, quitando horas al merecido descanso y al sueño, porque los medios de entonces eran precarios.
La mesa hubo que ir alargándola a medida que, tras los hijos, llegaron los nietos, y los bisnietos. ¡Cómo disfrutaba viéndolos a todos reunidos en las celebraciones familiares!
Hace diez días entró en un camino sin salida, ese que no ha tenido vuelta atrás. Estuvo consciente hasta el último momento. Cogía la mano de quienes se acercaban a ella, y la apretaba fuerte, como si quisiera agarrarse a la vida que se le escapaba a chorros.
En los últimos años tuvo dos golpes muy duros. Uno, la muerte de su hijo a edad temprana, víctima de esa enfermedad cuyo solo nombre nos produce escalofríos. Otro, la de su esposo, del que escribí en este mismo periódico, a su muerte, que «la quiso tanto que habría sido capaz de traerle perlas de lluvia del país donde no llueve nunca», como cantaba Brel.
En los últimos días sus ojos se dirigían hacia el cielo, cada vez más indefinidos e imprecisos. La imagen recordaba la de la Dolorosa de Salzillo que siempre la acompañó en la cabecera de su cama.
Aunque ya le costaba mucho, hasta hace poco todavía intentaba esbozar una sonrisa -esa sonrisa franca que en todo momento iluminaba su rostro- ante cualquier comentario que le hacía su hija, su Nena, en la que siempre se apoyó tanto, o su hijo Miguel, o cualquier otro familiar, como sus nietos, Isidro, María José, Diego, Raquel, Miguelín, Dieguito, o sus bisnietos Angelín e Isidrín…
Regaló a su familia una vida dilatada. Se la creía eterna, pero el tiempo pasa, quieras o no quieras, y jamás una rosa pudo durar nunca dos primaveras…
Se ha ido, y todo los que nos rodea nos recuerda a ella en este tremendo vacío que acaba de crear.
No te podremos olvidar nunca. Ahora, por desgracia, soy yo el que te da las buenas noches, las últimas, con la esperanza de que encuentres el descanso que merecías.
Adiós, mamá".
Diego Vera
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