Este 14 de enero se cumplen seis meses, seis, del terrible percance que sufría en Pamplona el Maestro Rafaelillo.
Cada mes, casa semana, cada día, cada hora, cada minuto, cada segundo, cada gesto para inspirar aire... Seis meses duros, muy duros, tanto como sólo él sabe, porque los ha padecido en sus carnes (nunca mejor dicho).
Y tras el día, la noche. La interminable noche. El verano, con sus calores. El otoño, con tantas incertidumbres por la falta de consolidación de algunas de las fracturas. El invierno ya ahora, con esa angustiosa sensación de estar todavía a un 70 por ciento de recuperación y a un tris de que su nombre empiece a colgar de los primeros carteles de la temporada.
Pero ese vértigo en vez de agobiarle le va a ayudar a pensar aún más en el toro, a tener nuevos y mayores estímulos de superación. Estamos hablando de un tipo que ya ha superado varias veces el más difícil todavía. Quienes conocen la vida, la trayectoria, el currículum de nuestro querido Rafael, saben perfectamente de lo que hablo.
Sirvan estas humildes letras, nacidas desde mi más íntima admiración, para darle un abrazo al hombre cuyos hombros tendrán que soportar el peso de la chaquetilla de torear para volver a ponerse delante de un nuevo toro de Miura en el Coliseo francés de Arles el próximo mes de abril. Dios mediante.
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